José Ramón Sierra

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Elogio de la destruccion de la ciudad.   La casa sevillana contra  las casas de Sevilla 2

Pensemos por una vez en Sevilla no como la ciudad maravillosa que desaparece día adía, sino como una ciudad vulgar y corriente, es decir, conformada poco a poco en un tiempo sin fisuras, cúmulo de densidades sobre un lugar sin límites, donde los momentos de destrucción han sido determinantes de su desarrollo y para la que los conceptos de centro histórico y conservación son ahora elementos ideológicos imprescindibles en su transformación especulativa.
La pintura, cuya reproducción acompaño, pertenece a la colección del duque de Westminster y está atribuida a un pintor de la escuela sevillana del s. XVII, del círculo zurbaranesco y probablemente con intervención directa del propio Zurbarán, con su peculiar torpeza compositiva e incapacidad para construir un episodio narrativo más allá de lo que le permitía el uso todavía de los recursos propios de la pintura medieval. El asunto representado es la entrega por Aljataf de la llave de la ciudad de Sevilla al rey Fernando III el Santo.
El recinto murado de la ciudad, objeto en realidad del asedio y por tanto, supuesto fundamento del tema pictórico, se encuentra, sin embargo, marginalmente esbozado en el cuadro, permitiéndonos leer dicha marginación como reivindicación de lugar histórico, ocupado justamente por los protagonistas para el entorno natural, arrabalero, del asentamiento urbano. Son conocidas, en efecto, las esenciales relaciones de dependencia vital de la ciudad respecto a los alrededores, y sobre todo, de las fértiles tierras del Aljarafe, una de las razones, por otra parte, de la precisa localización de Sevilla en el punto donde el río, vía exportadora del vino y del aceite que producía, lo tocaba a la par con la campiña opuesta. Estas condiciones de dependencia, sin las que no puede entenderse la ciudad, son las mismas que dictan la estrategia adoptada en su conquista y presuponen, ya de antemano, la idea de ciudad moderna. El cerco, en efecto, introduce una sofisticada violencia de espera que intenta romper el equilibrio natural de las relaciones de la ciudad y su entorno. El puente de barcas que unía Sevilla con Triana, cordón umbilical de esas relaciones, se convierte en emblema de la operación entera, y su quebrantamiento por las galeras mandadas por Bonifaz, es suceso decisivo de la rendición.
Ese cabal entendimiento de la unidad dialéctica entre ciudad y entorno, entre interior y exterior, entre centro y periferia, en reclamo de un igual carácter histórico y por tanto patrimonial, es negado para la ciudad de nuestro días como parte necesaria en los datos de su desarrollo, y esa negación es un elemento fundamental para entender la situación de Sevilla siete siglos después de la conquista castellana.

Aljataf, de rodillas, espléndidamente vestido, sin señales visibles de daño físico, entrega la llave en una bandeja preciosa. La rendición significa el abandono, la salida de la ciudad de una población que la construyó durante quinientos años. No ha sido necesario el rompimiento de la cerca defensiva, icónicamente defensiva porque ya entonces significaba la ciudad antigua, ni ha sido necesario tampoco derribar el caserío, ni las mezquitas, ni el mercado, ni siquiera los monumentos representativos de las instituciones. Y aún actitud suplicante de los moros que acompañan a Aljataf no parece implorar piedad para ellos mismo, sino para la ciudad intacta, virgen que entregan para ser poseída en el rito lúgubre y ceremonioso de la consumación: la procesión jerárquica de los conquistadores penetrará en el deseado recinto desconocido y vacío. Al rey le acompañan las mismas personas que presenciaron la entrega: el Ejército y la Iglesia, y la teoría de manos que ocupa el centro horizontal del cuadro, son las garras retratadas que se repartirán la ciudad, que se la cambiarán, que la venderán y que serán capaces de elaborar una propuesta que significaba el comienzo de la Sevilla que conocemos.
En la galería superior de retratos imaginarios, Zurbarán coloca un penacho de plumas para identificar al rey, por si la postura no bastara. Y la estrella del otro bando, Aljataf, la señala con un estandarte blanco, pero un estandarte castellano. De esta forma, la Giralda, es decir, la ciudad futura, queda por duplicado pintada: al fondo, como rótulo de un caserío que, sin ella, podría ser muy bien cualquier otra ciudad de las de una guerra tan larga, y en primer término, como secuencia simbólica del proceso al que Sevilla va a estar sometida durante los tres siglos siguientes: toques de color, señalizaciones en las alturas, torres y espadañas, de una posesión definitiva. Este es el primer acto de la conformación de la ciudad moderna, violento y apacible como la mano del rey sobre la empuñadura de su espada.
Y quedó la muralla. Pero una muralla alrededor de la ciudad no segrega como un corte el recinto inferior del exterior, sino que cualifica formal y funcionalmente un límite que sin ella podría ser más o menos indeterminado. La muralla formaliza una determinada relación de la ciudad con el campo, en el sentido de rentabilizar dicha relación, en la mayoría de los casos, con carácter defensivo. Carácter que era doble en Sevilla: por una parte frente a las invasiones exteriores, y por otra frente a las inundaciones del río, periódico destructor del caserío sevillano, y que junto a las demoliciones y cambios demográficos producidos por las gravísimas epidemias, se convierten en eficaces factores de renovación urbana. Pero ciertas murallas desempeñan también en Sevilla el papel de organizadoras de relaciones sociales,

físicas y emblemáticas, entre distintos sectores internos: así la interior del alcázar almohade, centro administrativo de una minoría ajena y conflictiva respecto a la población indígena, o así, también, la muralla interior de la judería, puro emblema en la noche de 1391 de su asalto y saqueo. Es conocido cómo las murallas fueron sistemáticamente modificadas conforme las exigencias demográficas, políticas o guerreras lo fueron exigiendo. El último trazado almorávide que con pocas transformaciones almohades y posteriores llegaría hasta nosotros en gran medida, encerraba uno de los recintos mayores del momento con sus 287 has. Muchas más de las que realmente ocupaba el caserío. Parece absurdo admitir que estos grandes espacios no edificados no cumplieran precisos cometidos en la vida comunal, erigiéndose para nosotros, una vez más, en reivindicadores del campo convencional como lugar histórico equivalente. Pero en este sentido la muralla sevillana nos ofreció, además, un episodio significativo: la coracha que unía por el oeste el triángulo final de las fortificaciones del alcázar viejo, luego Casa de la Moneda, con la torre del Oro, paño murado que reclama para todo el Arenal y casi, desde la torre albarrana que lo termina, para el río y más allá Triana y la bajada del Aljarafe, ya el carácter ciudadano de estos espacios extramuros.
La muralla no perdió nunca su exacta capacidad defensiva, sino más bién el entorno dejó de intersarse en las ofensas a su medida, como Fernando III lo entendió en su planteamiento militar del asedio. Y después, durante algún tiempo, la muralla se reduce a mera señal en el suelo, marca de los pagos tributarios de entradas y salidas. Basta recordar los contínuos pleitos de los vecinos de la Carretería y la Cestería en sus intentos por conquistar su plena ciudaddanía. Estos dos arrabales se consolidan finalmente incluso contra la normativa vigente del momento, que, con aspectos similares a los del PRICA actual, les prohibía obrar de reforma, reparación o añadidos. Por otra parte, la muralla no tiene tampoco especial significación en la política oficial de colonización del territorio. Las fundaciones reales del interior, por ejemplo, localizadas las más importantes en el sector noroccidental más despoblado, tienen casi paralela equivalencia en los extramuros más cercanos.
La destrucción en 1868 de las puertas de la ciudad, fue un acto razonable en su demagogia, pero gratuito en cuanto tardío, ya que la quiebra del puente de barcas en 1248 había roto para siempre la posibilidad de entender Sevilla como centro histórico. Ahora es de nuevo el centro histórico la coartada para legitimar el pintoresco crecimiento de la ciudad hacia fuera, pleno sólo, hasta hace poco, de burdos razonamientos especulativos y vacío de sensibilidad ante el encuentro de

bellos episodios paisajísticos, como las llanuras fluviales de la Cartuja, la cornisa del Aljarafe, el perfil militarizado y palaciego de S. Juan, las riberas del río, la bajada de los Alcores, etc., a los cuales se les niega su condición de historia.
Pero si el plano inferior del cuadro, aquel del territorio, puede ser el de la reivindicación de la historia desde el lugar, su parte media sería la historia de la posesión. La cabeza de Aljataj, las cabezas que aceptaron la rendición ante el invierno que se avecinaba, se encuentran a la altura de las manos que la forzaron. Las manos del rey, entre la violencia proclamada de las espada y la violencia institucionalizada de la autoridad, las manos del ejército, sobre cuyos bastones de mando se construirá la más importante nobleza del reino; las manos de la Iglesia, las únicas que desocupadas zurbaran mal informado, se dirigen al espectador entre predicadoras y pedigüeñas. Son las sabias manos de la destrucción de la Sevilla que conquistaban. Y en tan gran medida que hoy la desconocemos en absoluto. A la izquierda, las manos derrotadas de unos ciudadanos y, más al centro, las manos de Aljataf, que ofrecen en una bandeja desierta la llave de la ciudad, simbología afortunada que, superando la medieval propia de las representaciones de patronazgos piadosos, nos ofrece, no ya una maqueta, sino un emblema de las intervenciones de los conquistadores sobre él.
Identificar esas intervenciones con precisión es hoy prácticamente imposible. El dato de más importancia que nos queda son seguramente los restos, en partes importantes de la ciudad, de un trazado viario similar al de los asentamientos musulmanes. En cuanto a crónicas contemporáneas, existe una notable laguna: de las descripciones anteriores a la conquista, hay que pasar a los escritos del XVI, como Navagero, Peraza, Morgado, Pero Mexía. Entre ellos, actas capitulares, padrones de distintas especies, protocolos, etc., que recogen la burocracia de los pequeños episodios cotidianos. Tres siglos sin operaciones urbanísticas espectaculares dignas de inapreciable día a día, labor de destrucción de la ciudad.
Debemos suponer una coformación de predominio absoluto del muro en los espacios abiertos, una fortísima sectorización funcional y ausencia de calles como espacio público. La casa, aquí la tópica referencia a la coránica sura 49, consecuencia y al mismo tiempo causa de lo anterior; con una altísima relación vacío-lleno en planta, pero seguramente sin patio, con un gran desarrollo por tanto en horizontal, que no aconsejaba más de dos plantas a causa de la proporción valor de la construcción-valor del suelo en una ciudad sin edificar. Probablemente se dieron también los casos contrarios, mínimas viviendas de un par de habitaciones, sin

espacios abiertos. Los aspectos constructivos, verdaderos invariantes hasta la llegada de las nuevas técnicas importadas, fueron un eficaz uniformador de la arquitectura urbana y rural, un estimulante de la picaresca inquilino-propietario de la época y un instrumento inapreciable de la destrucción. Absoluta preponderancia formal del muro sobre su propia composición constructiva, así siempre secreta.
El cambio de población en el primer repartimiento tiene una importante corrección con Alfonso X, consolidándose una propiedad dividida del suelo urbano quedándose una propiedad dividida del suelo urbano que hace que en el siglo XV la mayoría de los habitantes sea propietaria de su vivienda. La necesaria destrucción de la ciudad musulmana, complemento obligado a la pérdida de su primitiva población, había comenzado dos siglos antes, pero tal vez uno de los aspectos más significativos a escala urbana sea la conquista de la calle. Las funciones se descentralizan, los muros se rompen hacia fuera, la nobleza comienza a unir casas para tener una casa mayor y a derribarlas para hacerse plazas delante, y se construyen los primeros patios, a caballo entre el ejemplo granadino, vía alcázar sevillano, y los ejemplos italianos, más bien mirados que vistos, y que a duras penas intentan ordenar y enmascarar el desordenado y eminentemente aditivo carácter de la operación, con los toques finales, en collage, de las piezas encargadas a los talleres genoveses. Está claro que las complejas estructuras arquitectónicas que resultan no pueden entenderse si no es precisamente desde la propia estructura de la relación. Es decir, dentro de la Teoría General de la Reforma, entendida ésta como única práctica posible en la arquitectura, Sevilla nos ofrece un caso límite, donde las variables densidades del cúmulo y los tiempos sin fisuras son, a menudo, pequeños matices. La profundización en esa teoría y su práctica aplicación en el caso sevillano, será, en lo poco o mucho que dependa de la disciplina, la única vía de solución en los problemas del uso del patrimonio arquitectónico.
Este momento de la conformación de los agregados que son los más importantes ejemplos de casas de la ciudad, final del período de la Sevilla mudejárica, es de trascendencia contradictoria en el desarrollo de la arquitectura doméstica sevillana. Por una parte, las coincidencias tipológicas, espaciales y formales de esta arquitectura culta con la arquitectura doméstica popular, fueron prácticamente inexistentes, empeñadas a la par en episodios de transformación urbana contrarios, el de ésta de retracción ene el gasto de suelo urbano, y el de aquella de expansión y reducción de la densidad. Pero por otra parte, cuando la ciudad del XVIII empieza, a partir de la

desamortización, a imaginarse vanamente como ciudad burguesa, es a ésta arquitectura del XVI donde acude para extraer los repertorios formales capaces de resolver desde la tradición de los tiempos gloriosos un programa organizativo doméstico resumido y simplificado. Las consecuencias de tal indigencia de recursos y fuentes no se hace esperar, y cuando poco tiempo después, los eruditos locales del primer regionalismo elaboran los prototipos ideológicos de la casa sevillana, en ocasiones meros modelos ejemplares, recurren de nuevo a la vivienda señorial del XVI en las condiciones de su más o menos supervivencia. El razonamiento utilizado, cegado por la búsqueda febril de los destellos autonómicos, era razonable al identificar en aquellas relaciones de agregación la única posibilidad de esplendor creativo en la arquitectura de la ciudad.
Esta operación, que contó con el empuje y la adhesión de la cultura oficial, probó su eficacia representativa en algunas iniciativas de carácter privado, como la desaparecida casa Sanchez-Dalp, o la casa Sta. Teresa, pero sobre todo, en la gestión desde la política municipal de los arquitectos más significativos de la primera mitad del s. XX, y los proyectos y realizaciones en edificios institucionales y de vivienda de alguna manera relacionados con la Exposición Iberoamericana, son una buena prueba de ello. La simbiosis local entre práctica profesional e ideario político municipal fue, por una vez, notable. Sólo muy recientemente, en la necesidad de establecer un repertorio compositivo capaz de resolver en fachadas de la progresiva sustitución de la arquitectura popular por casas de pisos, y desde la política de centro histórico, es cuando se abandonan los modelos del XVI, a favor de un uso torpísimo en la mayoría de los casos, de la fachada manierista tardía y barroca.
Pueden resumirse en tres las consecuencias más importantes que tuvo para la arquitectura doméstica de la ciudad aquella fijación del estilo sevillano. En primer lugar, al fundamentar la construcción de los modelos en una sucesión de temas ornamentales desconexos, proponía intencionadamente una pintoresca lectura de la propia arquitectura señorial del XVI. En segundo lugar, bloqueó de alguna manera el encuentro contradictorio y creador de la cultura sevillana ocupada de la ciudad con la modernidad. Y en tercer lugar, impidió el intento de encontrar en la diversidad y complejidad del caserío sevillano, una alternativa al entendimiento de la ciudad desde la arquitectura doméstica. Es decir, desde un proceso de destrucción de la idea de vivienda consolidada a finales del XVI y principios del XVII, y que había deshecho, a su vez, el antiguo caserío musulmán. Porque supuso la urbanización y construcción de zonas intramuros no ocupadas con anterioridad, fundamentalmente en el sector

noroccidental, y la consolidación de barrios extramuros, lo que significa en definitiva la destrucción en definitiva la destrucción de la relación ciudad-entorno; y supuso también la colmatación y densificación del antiguo parcelario, produciéndose obligatoriamente una nueva relación de la vivienda con la calle, confirmando su recuperación, que los usos mercantiles ya habían iniciado. Esa densificación produce seguramente también, la aparición del patio popular urbano, solución de la tensión fondo-fachada en una parcela ya muy distinta. Y consecuencia fundamental fue el considerable aumento del valor del suelo, y, milagrosamente al mismo tiempo, el comienzo de la concentración de su propiedad en manos de la Iglesia. El ciclo de izquierda a derecha descrito por las manos zurbaranescas había concluído.
El problema de la ciudad histórica está siendo replanteado en la actualidad en términos que parecen indicar el comienzo o el final, según se mire, de la operación de mayor envergadura desde finales del XVI sobre el antiguo recinto murado. Los valores de cambio implícitos en ella le confieren por supuesto el carácter especulativo, pero la teoría del centro histórico la enriquece con los valores mercantiles del patrimonio cultural, siendo ésta característica fundamental de la aportación del s. XX a la batalla de Sevilla. Aunque con caras y armas distintas, el cuadro general donde posan los personajes del nuevo asedio puede ser similar al de la pintura. Este moderno, sofisticad y cultural cerco, que puede originar la próxima tercera transformación profunda de la ciudad, tiene, como el militar de Fernando III y el económico del XVI, -en todos ellos estuvo el dinero y la violencia, por supuesto,- dos partes fundamentales: el cambio radical del caserío y una nueva población doméstica. La lección magistral del rey castellano, fino conocedor de la ciudad que visitaba de incógnito antes de la conquista, y cuyo cuerpo guarda celosamente Sevilla en prueba de misteriosa veneración mútua, ha necesitado sólo pequeños reajustes que no afectan a la estrategia: la cualificación territorial propia de la conquista, que aportaba lugares de acomodo a la población expulsada, ha sido cambiada por la cualificación territorial que suministra la teoría del centro histórico: la periferia, el suburbio como paraíso terrenal planificado y prometido a cambio de la expulsión. La manipulación física del territorio y de los recorridos se ha cambiado por la manipulación jurídica del lugar ciudadano: las leyes del suelo, de arrendamientos urbanos, los priscas, etc. Hacer insoportables las condiciones de vida, la relación, en definitiva, del usuario con la vivienda, con su lugar, sigue siendo igualmente el instrumento inmediato de la evacuación forzada.
Al parecer, sólo nos queda esperar que los nuevos conquistadores sean capaces, de

nuevo, de construir sobre las cenizas una ciudad encantadora.
Mientras tanto, personas, grupos de personas y otros, parte siempre de la misma campaña, nos abruman día a día, a veces con el celo, los rigores y el poder de los inquisidores profesionales y otras con un sano oportunismo preelectoral-municipal-preautonómico, con una invasión de manifestaciones, opiniones, recomendaciones y exigencias sobre el problema de la conservación del patrimonio cultural y, en concreto, de los monumentos y conjuntos monumentales. El tono general es plañidero y cínico y la enternecedora demagogia de sus argumentos, ha tenido hasta ahora, lógica y afortunadamente, una escasa eficacia conservadora, ya que no ha logrado interesar más que a aquel otro sector del mismo poder que ha asumido con fruición el papel de malos de la película: los destructores de ciudades. Estableciéndose de este modo un diálogo doméstico que queda en familia, un simulacro de debate orquestado desde la cultura de opinión justamente para evitar un verdadero debate y aparentar una desideologización imposible y falaz, y que efectivamente ha alcanzado a la así llamada opinión pública. Y ejemplos de esta repentina aparente popularidad existen todos los días en la prensa diaria. Sangre, sudor y lágrimas en ocasiones aderezadas con recomendaciones a los lectores y en particular a los arquitectos sobre la arquitectura que hay que hacer y la arquitectura que hay que comprar, y que para la prensa especializada se trata, sin duda, del eterno aunque difuso estilo sevillano, el de la Sevilla-de-Siempre, punto éste mucho más modernos, más cultos y mejor informados, admiten sin reserva, por cuanto pueda significar de prestigio, aportaciones de la arquitectura supuestamente a la moda.
La arquitectura que hay que hacer y que hay que comprar y que, aunque detalle en mi opinión de mucha menor importancia, naturalmente coincide con la llamada arquitectura dieciochesca local (?) que es la característica de la ciudad desde tiempo ha, como dijo un inolvidable alcalde sevillano pensado seguramente en el siglo XIV.
Estas notas sólo pretenden reflejar una inevitable reflexión personal sobre una situación que me afecta como consumidor empedernido de arquitectura y como arquitecto sometido a las torturas físicas y mentales impuestas por las costumbres más o menos legalizadas de una profesión entre los dictados de la práctica oficial de una pretendida cultura de los centros históricos y las exigencias del mercado inmobiliario que empieza a darse cuenta del valor añadido de ciertos recursos relacionados con la historia artística local.
Una historia con altibajos como todas las historias pero sin comienzo n final en el tiempo y que ocupa igualmente la totalidad del territorio convertido en medio

ambiente por la arquitectura. La naturaleza, como es sabido, es un concepto utilizado desde antiguo con éxito en los sucesivos intentos de definición de la arquitectura. Basta recordar el papel que cumplía como sustituta de la revelación divina en la lectura que hacía el Renacimiento de la arquitectura clásica, o el uso que William Morris hace de ella en su conocida definición de 1881, incluyendo una romántica alusión al desierto de las expediciones arqueológicas. Este contínuo proceso de artifilización del entorno natural señalado por Morris, debió ser entendido ya por el mismo Capability Brown de una forma un tanto más moderna por su abarcabilidad; después, los movimientos ecologistas han asumido razonablemente el espacio natural que hay que defender y, sobre todo, que hay que aprender a utilizar. La negación de estos valores a los entornos humanos mínima o nulamente elaborados, pero convertidos ya en arquitectura desde el preciso momento de su elección como entorno ha sido una de las componentes ideológicas fundamentales de la marginación del campo respecto a la ciudad y de unos sectores respecto a otros dentro de esta misma. Esta distinción tiene un clara traducción en la discriminación económica de dos formas de vida, y en la arbitraria segregación en el interior de las ciudades de zonas de valor artístico donde todos los ciudadanos sean poco, y otras donde reina un estado de veda levantada a los desafueros de cualquier iniciativa. No puede aceptarse, por tanto, la absurda distinción administrativa y disciplinar de obra de reforma y obra de nueva planta, ya que esta última no es posible más que en la práctica profesional de una arquitectura embrutecida.
La cultura al uso mide las componentes históricas de un lugar por las componentes estilísticas de los edificios que encierra, lo cual, aparte de estúpido, es lo suficientemente atrayente y complicado para distraer de los problemas concretos que plantea el control y la responsabilidad del territorio. El nombramiento de una comisión de supuestos expertos, que en el mejor de los casos, lo cual es raro, sólo serían vigilantes de su propia imagen ideológica de la ciudad, es un episodio más del mismo proceso de organización de la conservación en una operación que sería cómica si no fuera parte de un eficaz y feroz intento de apoderamiento y manipulación de la ciudad.
El entendimiento de una preciosa historicidad del territorio entero y por tanto de toda la ciudad, parece imprescindible para entender qué es el patrimonio cultural, y para empezar a aprender cómo utilizarlo. Parece asimismo necesario una reflexión sobre qué queremos decir cuando decimos conservación, palabra tal vez la más usada al respecto, de desdichada o al menos dudosa significación. El concepto de

conservador, aplicado incluso a unos trabajos comunes en nuestros museos, debería rechazarse al menos por ineficacia expresiva, cuando no por manifiesta contradicción con la función museografía. Las obras de arte, objetos diversos, están sometidas a un contínuo proceso de cambio en la propia naturaleza de sus componentes, que afecta seriamente a su apariencia perceptible, y que exige que en cada momento se realice en ellas una distinta lectura por su contemporaneidad. Lectura que no puede ser la misma, además, por las distintas condiciones culturales en las que se produce por parte del espectador. Ejemplos en este sentido serían todos y basta recordar, entre los que se convirtieron en característicos de diferentes momentos de la historia del arte, el caso del Greco, o también la desigual fortuna crítica de la obra de Murillo, el último de cuyos episodios esperemos se produzca pronto. Sobre la imposibilidad y el absurdo de la vuelta a los orígenes bastaría citar las recientes restauraciones del retablo mayor de la Catedral de Sevilla o del también desaparecido para siempre Cachorro, o, por no hacer interminable la lista, las alegorías de la muerte de Valdés en el Hospital de la Caridad.
Pero querría recordar una obra de arte que me parece especialmente significativa de lo que son los fenómenos de formación de la ciudad: se trata desconocido dibujo del 53 de Robert Rauschenberg, producido por un cuidadoso borrado de un dibujo anterior de Willem de Kooning, realizado todo ello con su conocimiento y aceptación y cuando ya era una celebridad, esto es, con naturaleza histórica reconocida por la cultura. Los conceptos de permanencia y cambio, de los que ya hablaron los filósofos antiguos, dialéctica e inevitablemente unidos en todo proceso de creación, cobran así su exacto valor en el hecho de formación de la arquitectura.
No sólo se trata por tanto de la imposibilidad de definir qué trozos de ciudad son los que merecen una política cultural de protección, sino de la conciencia de que las ciudades y el entorno habitable, con inclusión del mero desierto, parafraseando a Morris, constituyen un medio cuyo interés radica en la posibilidad de ser utilizado de distintas maneras, pero justamente con la condición de no ser conservado.
Es un hecho que el problema de la conservación de los centros históricos es un invento reciente. En Sevilla poseemos conjuntos monumentales de una gran entidad urbana, producidos justamente en virtud de una continua, refinada e inmisericorde demolición de arquitecturas preexistentes. Cuando los cristianos invadieron Andalucía, no se preocuparon de conservar los edificios musulmanes de las ciudades que ocuparon, sino que exactamente se preocuparon de utilizarlos, para lo cual, en ocasiones, convenía mantenerlos en mayor o menor medida.

La distinción metodológica entre una teoría y una práctica restauratorias no son conocidas aún en nuestro lares. La reconstrucción de Varsovia después de su destrucción por los alemanes durante la guerra mundial, es un ejemplo claro, pero no son de esta clase las batallas de todos los días.
Para quien acepte que el problema de los centros históricos es en efecto un invento reciente, parece razonable la pregunta sobre quien lo inventó. Cuestión que debe abarcar sus relaciones con la conciencia general de la ciudad como instrumento de poder, y no sólo de poder económico; y la ausencia de esa conciencia no niega la existencia del hecho mismo desde antiguo: la ciudad como campo de batalla, como lugar de convivencia de instrumentos al servicio de intereses contradictorios. El problema de la conservación de los centros históricos deviene así, no en una propuesta sin ideología, sino en una respuesta anticipada a la conciencia sobre el funcionamiento del territorio. Las comisiones y los patronatos, la apropiación de repertorios formales y tipológicos adecuados, la utilización de profesionales de prestigio, etc., son jirones del taurino engaño que consumará la suerte. Una lidia donde, como en todas las lidias, la teoría de los terrenos es fundamental. Hay finalmente una razón absoluta por la que no puede aceptarse la idea de la conservación de las ciudades; una ciudad no son las murallas, ni iglesias, ni las casas, ni un barrio son sus edificios, que en definitiva sólo serían un momento en el tiempo. Un barrio es también las personas que lo han hecho y sobre todo, las personas que lo hacen. Esta relación es la que justamente hace posible la cuestión general sobre el destino de las ciudades. Si el patrimonio histórico es un bien, esto es, que usado de cierta manera produce bienestar, y si este bien, es un bien público, entonces las ciudades, como parte de ese patrimonio, y el territorio en general, habrán llegado a ser ciudades para vivir, porque los ciudadanos encontrarán en ella el camino diario de su recíproca comunicación. Las ciudades no están hechas para ser conservadas, sino para ser consumidas, a la par que nosotros mismo nos consumimos en ellas o, más correctamente quizá, somos consumidos por ellas. Por esto las ciudades que hay que reivindicar son las ciudades donde sea posible morir, que es donde algo muere con cada uno.
Mientras tanto, recodemos una vez más la ejemplar historia de la actuaciones sobre el centro histórico de Sevilla; tras un primer período de abandono, posibilitado por la legislación vigente, donde con todas las bendiciones de los organismos protectores desaparecieron y aparecieron cosas increíbles, gran parte de la edificación, fundamentalmente doméstica, del centro de la ciudad, se encuentra en un estado adecuado de ruina y degradación capaz de provocar el éxodo de su población indígena hacia zonas periféricas no históricas. Es el momento de los precios bajos y de las compras masivas, sutilmente utilizarán con candor el eslogan de salvar Sevilla. Y si esto es en la zona donde dicen que todos los cuidados son pocos, imagínense Uds. Qué no pasará en el resto.

1978  SIERRA DELGADO, José Ramón: “Elogio de la destruccion de la ciudad.
La casa sevillana contra las casas de Sevilla"
Separata. Nº 1. pp. 44-51.