José Ramón Sierra

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Sevilla cerrada, Sevilla abalconada 2

La belleza y la desaparecida funcionalidad formal entre el caserío, habían convertido a la Giralda en el símbolo eterno de Sevilla.
Y en las entrañas del objeto simbólico, las vicisitudes de su complicada formalización la erigen también para nosotros en compendio del propio quehacerse de la ciudad, y sobre sus muros pueden leerse los episodios más significativos de las transformaciones históricas de Sevilla, escritas con las formas que la sustentan, más a aquellas otras efímeras que le pertenecieron pensadas para desaparecer, gallardetes y banderas y sonido de campanas, o abandonadas en su fragilidad, como toda arquitectura, a los estragos del tiempo y los elementos: el agua y la tierra, el aire y el fuego. Manchas borrosas y recuerdos.
Más no son estos solos los muros de la ciudad, de una ciudad como ésta, cuyos muros fueron de necesidad piezas maestras de sus cambiantes máquina e imagen.
Estas notas pretenden ser una reflexión sobre el análisis de ciertas formas vulgares en la ciudad cotidiana que parecen ilustrar todavía el paso de la ciudad antigua a la ciudad moderna.

I. Definiciones provisionales.

El balcón es un lugar donde el muro se interrumpe, pero no es tan sólo una interrupción.
Los balcones son, por tanto, algunos de los encuentros de la ciudad y la casa.
El balcón es una forma de muro. En la medida al menos de la ambigüedad de éste, el balcón pertenece a la casa y la calle, y la calle será así la forma que la ciudad adquiere para ese encuentro.
El cierro es un lugar donde se interrumpe una cierta percepción del muro.
Si el muro es ambiguo en cierta medida, esa ambigüedad parece convertirse en el cierro en misteriosa.

II. El lugar.

Las ventanas son, entonces, otra cosa.
El cierro y el balcón definieron de nuevo el concepto de ventana en unos justos términos formales y funcionales dentro de la arquitectura doméstica sevillana: huecos de luz, poca luz muchas veces, y ventilación, de perfil rectangular y eje vertical.
Y han limitado con rigor su lugar invariable: huecos de planta baja, próximos al tránsito forastero de la calle, rumores de desconocidos desde dentro. Parece haber desaparecido la estampa de la leyenda.
No son tampoco el cierro y el balcón huecos de la posible tercera planta, que antes fue secundaria en la vivienda sevillana: almacén, lavadero y tendedero, secadero de productos agrícolas, cámara de protección del calor en verano y del frío en invierno. Después fueron casi pequeños huecos alineados y a veces en forma de arquillos, para acristalarlos o tabicarlos, reduciendo su número.
Esta planta tercera, sin cierros ni balcones, y frecuentemente inexistente ella misma, será la que soporta los restos de una lejana influencia de la arquitectura culta local: alrededor de esos huecos, pilastrillas y cornisas en recuerdo de órdenes desconocidos, reelaboración popular a modo de remate y coronación de la casa toda. Organización fragmentaria del muro para diluirlo en el aire de la ciudad, casi a la altura de sus campanarios, cúpulas y espadañas, la arquitectura de la ciudad celeste e ideal.
El cierro y el balcón son siempre la forma de los huecos de la planta primera o principal. Y principal justamente por haber sido la contenedora de las estancias de la vida doméstica, en viviendas cuyas pequeñas dimensiones no permiten el intercambio funcional de plantas, baja en verano, alta en invierno.
Son así los cierros y los balcones los elementos que desde la calle marcarán esa jerarquía funcional de interior de la casa.
Esta localización no cambiará tampoco en los casos en que falte la planta tercera.
En las viviendas de una planta que aún podemos encontrar en el centro sevillano, recuerdos de su reciente pasado rural, sólo existen ventanas, a diferencia de algunas del resto de la región y especialmente de los contornos marineros de Cádiz, Puerto Real, San Fernando, etc., de una amplísima tradición de cierros, aunque distintos, en planta baja única, de formalización neoclásica o romántica.

Sevilla cerrada, Sevilla abalconada 2

III. La máquina.

Tanto el cierro como el balcón parecen plantear un fenómeno espacial sencillo usado de antiguo en muchas de las arquitecturas del interior hacia fuera. Se trata, obviamente, de un ejercicio clásico de jardinería y los modos diversos de entender qué lugar ha de ocupar un jardín en la vivienda, o al menos dos grupos históricos de ellos, parecen tener algo que ver con la fachada de las casitas sevillanas.
Una prolongación de algo hacia algo es una relación especial entre ellos, pero no demasiado específica: puede ser una invasión, una expansión, una explosión, un derrame, una penetración, un sonido y una luz.
Su limitación la diferencia de aquellas prolongaciones del espacio que, en lo doméstico, alcanzaron esplendor en la arquitectura inglesa.
El carácter de suspendida confiere a los elementos de la relación una exigencia imprescindible de localización, que tal vez pueda expresarse haciendo equivalentes, en la definición del elemento de fuera, el concepto de exterior con un cierto concepto de vacío.
Estas afueras, espacialmente extrañas desconocidas, casi peligrosas, porque exteriores, topológicamente inexistentes, por vacías, inalcanzables por ser limitado el esfuerzo de la arquitectura por alcanzarlas, son, con frecuencia, interiores de nuevo, huecos de escalera, por ejemplo, sin que nada cambie de cuanto llevamos dicho. Más frecuentemente serán un patio, un corral, un jardín, una calle.
En estas notas nos referiremos tan sólo a los huecos de fachada, que de alguna manera resumen y compendian todos los demás: la calle será a veces jardín, a veces interior, a veces solamente vacío.

IV. La fábrica.

Esa prolongación hacia fuera, más o menos continua, adquiere siempre en la arquitectura popular sevillana la forma constructiva de un vuelo.
No existen apenas vestigios de aquella manera clásica, donde el balcón era el avance de la cornisa al recoger la distancia al muro de la guarnición de la puerta inferior y coronación, por tanto, de la entrada. Son aquellos balcones bramantescos del palacio Riario, de la milanesa casa Fontana, los miguelangelescos del palacio Farnesio y de la tribuna de San Lorenzo, que después se desarrollarían con profusión en la fachada barroca.

Y que habían roto una tradición medieval todavía presente en el primer renacimiento, como en el palacio Sanuti de Bolonia, la casa Arnaldo de Vicenza aquellos venecianos del palacio Maznoni-Angaran, del palacio Corner-Spinelli o del palacio del Prefettizio de Pesaro, donde se mantiene la forma de vuelo, aunque en la mayoría de los casos estructurado desde la forma general de los materiales de fachada.
Sin embargo, también existen en la arquitectura popular sevillana elementos de organización mural de las fachadas, aunque de muy poca incidencia en cuanto a la modificación de su plenitud formal.
Entre ellos, cabe destacar las impostas, estrechas bandas horizontales de poco relieve, que marcan sobre la fachada las alturas de las plantas, como si casi de una sección se tratara. Las impostas acotan así la altura en la que surgirán los vuelos del balcón y del cierro. En muchos casos, éste no será otra cosa que un ensanchamiento del mismo relieve de la imposta.
Otras veces, la formalización del nivel de carga necesario en el vuelo será tan abstracta, que parece despreciarse por excesivo el espesor de la imposta, violando sobre ella una lámina delgada, casi suficiente para ser con la vista pisada.
En el cierro es tan sólo el relleno de la cara inferior del prisma rejado superpuesto al muro, donde la forma, en su abstracción, indicará poco del hecho constructivo que la alienta.
Tal vez esa latente autosuficiencia formal del cierro ocasione una mirada de simpatía por parte de alguna arquitectura contemporánea.
Por el contrario, esa máxima economía de la forma constructiva se encuentra más raramente en el balcón, donde ciertamente la capacidad autoportante del conjunto es más débil.
Son frecuentes algunos elementos de arriostramiento que aunque lleguen a eliminar el vuelo constructivo, inciden diversamente sobre el sentido de la forma. Desde las mínimas tornapuntas rectilíneas de hierro, muy poco elaboradas, hasta la aparición de la fundición en la casa romántica, que por su forma y materia se leerán como parte del balcón y ajenas al muro, hasta el arriostramiento que nace del propio muro en forma de cornisa fragmentaria que avanza para recoger la distancia del balcón, entonces sólo cerramiento lateral, sin suelo, apoyado sobre el suelo que el muro le ofrece.
El hierro, que como hemos visto, puede faltar en los suelos, no faltará nunca en las paredes. Y el enrejado será la forma invariable de las mismas. Barrotes de sección cuadrada cuya superficie no suele exceder de 2 x 2 cm².
Pero la conformación de estas paredes no parece constituir un problema sencillo.

Se trata, en definitiva, de una constitución superficial a base de elementos lineales, donde los condicionantes constructivos vendrán relacionados con aspectos funcionales determinantes, como, por ejemplo, el predominio del vacío sobre el lleno. Y la medida de este predominio puede servirnos mudejáricos comentados por Torres-Balbás, compuestos de una trama de listoncillos de madera. Baste recordar, además, la complejidad funcional que encierra el elemento propuesto por Graves con una forma que se pretende simple.
En los cerramientos rejados de la arquitectura sevillana, por el contrario, sólo parece contenerse una limitación de tránsito y, por tanto, la definición geométrica del lugar de la prolongación.

V. La geometría.

Las características dimensionales de la superficie volada no suelen guardar relación con las de la interior a la que está conectada, ni con las del hueco que las conecta y, por el contrario, esas características parecen más bien determinadas por consideraciones respecto al espacio exterior: ya sea una discreta atención a las proporciones del espacio urbano, con más seguridad, algunas exigencias impuestas por la forma constructiva de los materiales.
Es oscura la relación de estos vuelos con aquellas desaparecidas habitaciones voladas, saledizo, aunque los raros elementos, a mitad entre unos y otros, que todavía existen en las casas sobre los jardines alcazareños de Sevilla, pueden ser considerados en ese sentido.
Si lo antes dicho es aplicable a todos los casos de cierros, no parece serlo menos en el balcón, porque en Sevilla es difícil encontrar aquellos balcones, que sí encontramos en la región, de longitud desmesurada, a los que puede accederse por varios huecos y cuyo desarrollo sí acompaña, en la fachada, la correspondiente dimensión de la habitación interior. Baste recordar la tradición romana de las fachadas abalconadas de corrido, representadas por Guido Calza en sus hipótesis sobre Ostia.
Tampoco existe una relación entre la superficie del hueco y las dimensiones de los dos espacios que conecta. Su profundidad será el espesor del muro, siempre de bastante entidad como para generar casi un espacio propio. Su ancho y su alto son arbitrarios, dentro de unos márgenes constantes en esta arquitectura.
Este es el artificio que posibilita la prolongación del interior, pero también, en cuanto nacido de una interrupción del muro, es el elemento que rompe el delicado equilibrio

de acondicionamientos que cualifica ese espacio como interior, planteándose así la contradicción de aquella prolongación, y que la pared rejada no será capaz de restablecer.
Estas serán las razones de la carpintería acristalada.
La relación entre el hueco y el piso posibilita, en ambos casos, el tránsito entre la superficie interior y la superficie volada. A diferencia de una ventana, el muro se abre hasta el suelo, descubriendo la nivelación entre ambas superficies. Esta continuidad, ante la discontinuidad entre vuelo y exterior, determina un único sentido de paso: de dentro a fuera.
La limitación de tránsito vendrá determinada por los propios límites del vuelo, pero sus exiguas dimensiones exigen la rejería, que al marcar esos límites tornan eficaz la limitación.

VI. La forma.

La altura de la rejería del balcón, que la convierte en barandilla, aparece exclusivamente determinada por esa limitación de paso. Por lo demás, la comunicación es absoluta. La vivienda se vuelca hacia el exterior casi en analogía con el propio movimiento del cuerpo humano sobre su balaustrada.
La carpintería acristalada recuperará algunas de las condiciones perdidas matizándolas y controlándolas. Siempre, en el balcón, estará situada en el mismo plano vertical del hueco, modificando poco la estructura espacial del recinto. La carpintería se revela, por tanto, contradictoria con la misma idea de balcón. Pero más bien debe entenderse el balcón como imposible artilugio, a no ser con violencia de la vida doméstica, de alguna al menos, que deberá ser anulado tantas veces para poder ser utilizado.
Por el contrario, la altura de la rejería en el cierro viene siempre determinada por la altura del hueco. Se trata de una restitución expandida de la pared eliminada, en la que esta pierde su direccionalidad para constituirse paralela, recogiéndose igualmente la distancia entre ellas. Esta doble dirección, que en el balcón es irrelevante ante la apertura total, se revela esencial de la especialidad del cierro. La altura hace posible también la noción de techo. La carpintería acristalada acompaña a la reja y refuerza su intención. El cristal envisillado, como antes la celosía de madera, creará unos nuevos límites al recinto interior proyectándolo hacia fuera en una relación no reversible.

Sin embargo, la distancia que separa en el balcón a la reja metálica de la carpintería, hace que estas funcionen como dos membranas independientes. El sentido de trasparencia que ambas formas implican, no parece que pueda entenderse como un fenómeno puramente visual, independiente del uso y significado de la forma, en este caso de la forma doméstica, pues es justamente lo doméstico como reducto de una idea de la vida, el destino que una idea de la forma destruirá.
Ese sentido de lo doméstico modifica la percepción de las distancias, o de las transparencias, que esas dos membranas constituyen, de forma que el balcón se convierta no tanto en una modificación del interior, cuanto en una introducción del exterior, donde la comunicación de dentro a fuera es secundaria de aquella otra inversa hacia dentro, dardo destinado a herir el corazón de cualquier santuario.
Por el contrario, esa comunicación participativa desde la calle, le confiere el balcón una precisa funcionalidad civil, púlpito y tribuna, que no puede ser ajena a su uso en la organización jerárquica de la fachada.
Inversámente, el cierro es pensado hacia la calle, no desde la calle. Modifica el interior suministrándole un lugar privilegiado donde estar fuera sin dejar de estar dentro. Una presencia muda quedará como un episodio desconocido desde fuera, donde algo parecido a una transferencia impulse a leer el muro en su plena integridad geométrica.
El cierro fue un instrumento adecuado a una idea de la vida doméstica, en la cual la casa era un santuario y la calle el sinuoso camino de alcanzarla y donde el exterior era un jardín, paraíso después perdido, cuya pérdida dislocó los términos de la cuestión.
El balcón fue una de las formas de la transformación urbana que convirtió a Sevilla, como a tantas otras ciudades, en una ciudad moderna. Pero el cierro permaneció como un símbolo y un recuerdo.
No es nuevo un análisis como éste. Fue hecho ya, que sepamos, al menos por los Reyes Católicos. Es conocido el celo que empleó su gobierno, con argumentos de higiene y público decoro, en la sistemática destrucción de tales restos del pasado. Incluso su nombre primitivo, ajimez, fue vaciado del significado preciso para ser otra cosa, olvidándose aquella maravillosa ascendencia de la palabra árabe al-simasa, la ventana, la cual deriva a su vez de al-sams, el sol.
Pero a diferencia de otras ciudades, Sevilla la ecléctica, la construida sobre ruinas, la reforma permanente, labró sus casas hacia fuera y tal alarde causó el asombro de Andrea Navagero y Pero Mexía. Pero conservó los cierros, con muchos que se

obligaran destruir. Y siguió construyéndolos, recuerdos de su pasado esplendor. Todavía pueden verse, junto al balcón, invariablemente repetidos en todos los huecos de la planta principal. Se construían ya a la par, escritura simultánea de dos momentos contradictorios de la casa sevillana, dos momentos contradictorios de la casa sevillana, dos momentos diferentes de la ciudad. Son, como en la Giralda, signos sobre sus muros en los que leer los episodios más significativos de su historia, del paso de la Sevilla antigua a la Sevilla moderna.
Para nosotros puede suponer, además, motivo para un reflexión sobre algunas alternativas en cierta relaciones urbanas, que imaginamos no muy lejanas de argumentos recogidos por la cultura arquitectónica contemporánea.

1981  SIERRA DELGADO, José Ramón: "Sevilla cerrada, Sevilla abalconada".
Arquitectura. Nº 231. pp. 59-64.