José Ramón Sierra

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Ella 2

De una cosa estoy seguro: mi vida no hubiera sido la misma sin ella.

La vi por primera vez en Corfú, a la sombra de jacarandas todavía en flor, en el parque de la Spianada, al borde del mar. Era el verano de 1971, justo después de terminar el sexto año de mis accidentados estudios (Escuela de Sevilla, expulsión en el 68, Escuela de Madrid, mili, vuelta y terminación en Sevilla) y antes de entregar el proyecto fin de carrera, un museo de arte contemporáneo en una ocupada esquina sevillana, donde resiste raramente el alicatado pabellón de Colombia, cuando termina una vida y comienza otra. Fue como un flechazo, pero no puedo recordar con precisión qué de ella me gustó más en el momento de verla por primera vez. Sigue admirándome su manera de estar de pié, cuando, por ejemplo, me espera sola en la calle, como si mirase ligeramente hacia arriba, hacia un punto impreciso del horizonte callejero. No hacía mucho calor y su color claro resplandecía suavemente sobre el suelo amarillento mojado, recién regado, entre los verdes. Y no estaba sola pero sus, para mí, pálidas compañeras reforzaban su resplandor. Desde el principio tuve el raro presentimiento de que seríamos compañeros para siempre. Una rara historia de amor de más de cuarenta años. Toda mi historia, pero no toda la suya, como supe luego.

La había llevado un chico supuestamente griego, creí yo entonces, que después resultó ser francés de nacimiento y estudiante en la Suiza italiana, y que por entonces vivía casi todo el año en Grecia con unas tías mayores, hermanas de su padre. A medida que fui conociéndolo su apariencia isleña fue disolviéndose poco a poco en un cúmulo confuso de experiencias apátridas que le daban un toque elegante de movimiento internacional y que él utilizaba vagamente para justificar sus problemas documentales que también la afectaban a ella. Era simpático pero desastroso con las citas y los papeles. No necesitó que nadie nos presentara. Quizá el notó desde el principio como yo la miraba. Todavía ahora, cuando la miro en silencio, siento aún como un lejano poso de celos. Nunca la he vuelto a llevar junto al mar, y ahora sé porqué. Otros días que por cualquier razón pienso en Corfú o incluso en cualquier isla genérica en cualquier genérico mar, siento como si ella, en silencio, pudiese recordar esa parte de su vida. Exactamente nunca supe si ella era griega con aventuras francesas o inmigrante francesa con querencia griega. O quizá incluso italiana, por su nombre. A la hora de arreglar los papeles, faltaban los principales y en los que aparecieron me di cuenta enseguida del baile de palabras. En unos aparecía el de un relojero de Corfú, del que solo pude localizar el local, ya vacío, en

la calle peatonal de las tiendas. Después apareció Dubois, o Dupois, que tampoco eran su apellido francés. Me dijo que así se llamaba una de sus tías de soltera que no era, en realidad, hermana sino cuñada de su padre. Ella había sido como un regalo indocumentado de su marido, ya muerto, un economista suizo que fue quién descubrió Corfú para toda la familia, a la que arrastraría verano tras verano hasta convertir la isla en su casa definitiva de jubilado, por la que pasaban los hermanos, los cuñados, los sobrinos, los amigos. Para los niños, como él era por entonces, llegaba a ser difícil distinguir la parentela de cada uno, pero recordaba su impresión cuando contaron que uno de sus tíos políticos, que solía ir con ella hasta la playa, había desaparecido un día en el mar. Yo enseguida pensé que, mientras, ella lo esperaría desesperada desde la playa, en silencio. Antes de firmar nada, le pregunté, preocupado, si su tío se había ahogado en aguas verdes griegas y me dijo que no lo sabía, pero que creía más bien que había sido en la costa francesa, donde él decía que tenía un apartamento de una sola persona, para pensar. Me tranquilizó pensar que ella no estaba allí. En otro momento me contó que ese tío ahogado, que la familia solo reconocía como desaparecido, había sido un pintor francés, y que en su raro funeral organizado por o donde Napoleón hizo desde entonces la pirámide de cristal en su recuerdo, no había estado su cuerpo, sino el de una artista italiano amigo suyo, que el mismo día se bañaba en el mismo lugar. En mi confusión crecía como un desasosiego, como si esa lejana crónica familiar pudiera llegar a atraparme. ¿Una pirámide en Grecia? No, no, en París..., me respondía, donde, para ganarse la vida, parece que había trabajado también algo de arquitecto, a escondidas de su mujer. Al preguntarle yo que relación tuvo o tuvieron con ella, porque después él dudaba si eran una persona o dos hermanos, me dijo que nunca fue suya, pero que con ella iba todo el día a todas partes y que, desde que desapareció, su tía no había querido volver a verla, para olvidarla, porque le recordaba a su marido con pantalones cortos y camisa a gruesas rayas horizontales, con gafas y pipa. Un guarda turco de la Acrópolis, vecino suyo, contó a su tía que lo había visto después, alguna noche, llorando, entre las columnas del Partenón. El me aclaró que no era marido de su tía, sino cuñado de una hermana suya que solo fue invitado un verano, con su mujer, pero que el creía que realmente fue el verdadero amor de su tía y que no sabe si fue un amor correspondido pero azaroso, a la suiza, o un amor secreto a la francesa, o un amor trágico a la griega. Le pregunté si podía llevarme a conocerla, aunque fuera sin ella porque nunca más había querido volver a verla, porque ver a ella era como verlo a el, de tan intenso como fue aquel último verano, entre los baños en la playa y las cenas en los soportales, él conduciendo y su tía detrás. Yo me atreví a preguntarle por

su hermana o cuñada, la mujer del artista, y me dijo que salía poco, por dolores de cabeza, después de todo el invierno con él en París, si no estaba en la India. Y que él rejuvenecía en Grecia. Que creía que tenían otro hermano, quizá muerto joven, que había sido dibujante de cajas de reloj de bolsillo donde metía insectos y lagartijas de plata. Creía que los tres hermanos eran miopes. Un día, cuando ya habíamos firmado todo, ante mi insistencia, la llamó delante mía. Me dijo que comunicaba. Que ya casi no podía andar y que había perdido por completo el oído y la memoria, pero conservaba la vista y el tacto. Otro día, al atardecer, mientras ella esperaba los últimos arreglos de dinero, comencé de golpe a darme cuanta de quién era, hilando a salto de mata los avatares veraniegos de su familia, recomponiendo las piezas del museo imaginario de cuando su pasado era mi juventud, entre Nerón y Napoleón, con Malraux y De Gaulle de lujosos sepultureros de oficio. Casi llorando acaricié con ternura sus cachas, su sillín, sus manguitos, buscando entre las huellas de su piel algún rasguño o tatuaje autógrafo, algún mensaje de amor. Mi amigo griego me dijo en francés: “Madre mía, que sentíos sois los andaluces...” Y yo le contesté: “No, amigo mío, es que tenemos aquí un corazón, y aquí la memoria, y aquí el olvido...” Él estudiaba historia política en la London School of Economics, pero no sabía, por desinterés, lo que yo ya sabía de ella. Poco después, no sé cómo, en silencio, llegamos a un acuerdo. Ella hizo como no enterarse, permaneciendo ajena y altiva, mirando, distraída, hacia delante. Miraba al mar, siempre ella.

Motocicleta

2007  SIERRA DELGADO, José Ramón: “Ella”.
En AA.VV.: estimados objetos. 30 años b.d madrid. pp. 180-181.