José Ramón Sierra

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Ofrenda a Pikionis. Un vaso de agua de lluvia 2

Anche in altre opere, la linea sottile che separa la luce dell´ombra, sul terreno inumidito della pioggia, tracciava un confine segreto. Su un edificio un orologio indicava l´ora; sempre, ovunque quel cielo limpido d´autunno. In un altro cuadro la vela di una nave mostra e nasconde, indicandolo, il segreto della partenza e dell´esilio. Enigmi profondi dell´andare e del tornare, velati dalla pesante ombra del destino che su di essi incombe... Enigmi gli archi di quei portici... enigma la statua di Ariadne su cui cade la luce dell´autunno... (1).

Afortunadamente, nunca he estado en Grecia, y no puedo, por tanto, tener el recuerdo empedrado de dudas que parece tener Peter Smithson, al recordar los pavimentos de Pikionis sobre la memoria de posguerra, en realidad Plan Marshall, de una visita anterior, donde el binomio asfalto-piedras parece asumir para él el valor primordial de toda la intervención. No me gustan las ruinas recompuestas por los arqueólogos, cuando han perdido el misterio fascinante del caos donde nosotros, los artistas, somos incapaces de leer la lectura científicamente correcta. Pero alguna vez las piedras han alcanzado también en mí una misteriosa prevalencia sobre el polvo. Una vez inolvidable estuve en Pompeya. No era otoño, el enigmático otoño de cielos limpios de su amigo De Chirico que impresionaba a Pikionis, era una mañana nublada de diciembre y a medida que nos acercábamos, en coche, desde Salerno, donde habíamos dormido, sentíamos más inminente la tormenta. Llegamos a las puertas desiertas de la ciudad: ninguna visita entretenía la soledad del guarda de la taquilla. Los odiosos guías supieron que no sería un día provechoso y habían, aparentemente, abandonado la escena. A poco de entrar comenzó a llover y una gran descarga de granizos cubrió, durante diez minutos, de nieve las ruinas, bajo un cielo de grises profundos, oscuros y luminosos. Aquellas reliquias tuvieron ese día una presencia irrepetible para mí, aunque la tormenta vuelva cada año. La humedad, el olor del agua, el color del cielo, los brillos de los ladrillos, de los estucos, de los matojos y, sobre todo, de las piedras que pavimentan las calles. La soledad, que nos hacía parecer Carlos III cuando vaciaban la ciudad para él los días de la descubierta. Nunca más volveré a Pompeya, aunque me gustaría enseñársela a mis hijos que aún no la conocen, por miedo a encontrar la Pompeya real y verdadera, la del turismo de masas, de los programas divulgativos, la de las visitas guiadas. Dos día después, a la vuelta de Padula, hicimos una visita nocturna a los templos de Paestum desde las vallas que cerraban el acceso a los locos que, como nosotros, pudieran acercárseles de noche. Esa visión, ahora un poco borrosa, de las piedras amarilleadas por los focos de la usual y espantosa iluminación artificial, fue suficiente para un recuerdo discreto

que perdurase en la memoria. Otras veces se interpusieron en mi viaje griego Siracusa, Agrigento y Selinunte, Taormina, en un periplo que atendía por igual a las ciudades medievales y barrocas que guardan corazones reales, yesos sublimes, y hojas de macrophilla con patente postal, y, sobre todo, Cusa, el olivar maravilloso de cuya tierra brotan los grandes tambores estriados y donde, sin yo poderlos reconocer entonces, resuenan tan claros los presagios de una única tradición genética que Pikionis sintió desde pequeño en sus paseos por los caminos del Ática y después leyó en Goethe: solo somos naturaleza: las piedras, los árboles y nosotros, todos somos lo mismo. Toda esa geografía se interpuso entre Gracia y yo. También la pereza de los archipiélagos, un itinerario de barcos y saltos poco compatible con las decisiones repentinas al socaire de las voces imprevistas de los sitios y del tiempo escaso disponible, siempre a la espera de algún amigo pudiente que te traiga y te lleve en volandas de templo en templo, una vez perdida para siempre la edad de perderse entre los olivos sagrados. Solo olivos, mirtos, laureles y granados; y cuidado con los cipreses, nos dirá el Pikionis jardinero, porque podrían confundir el orden de los fustes erguidos. La vegetación justa que enmarque, sin interponerse, los fondos primordiales acropolitanos. En mi camino, sin embargo, otras islas polvorientas más cercanas también se interpusieron y otras lenguas de tierra de levante. Siempre pensé que el desierto almeriense era el más bello de los desiertos de cabras mediterráneas. Cuando recuerdo los preciosos dibujos de Pikionis, tan raros, tan especiales de factura, en esa mezcla peculiar de ingenuidad arcaica y sabiduría germánica más que cezanniana, los recuerdo envueltos en una neblina grafítica que asume parecidos valores ambientales de otras tierras cercanas: no luces cegadoras, sino polvo y ácaros que brillan en las penumbras, donde las piedras desaparecen disueltas. Maravillosos dibujos del conjunto de San Dimitris Loumbardiaris, donde me parece percibir otros ecos africanos, y aún insuficientes dibujos para expresar la delicadeza y la emoción de esos pórticos livianos de madera, donde los actos in situ son esenciales, como Pikionis nos dice: ...l´iniziativa sul luogo, nei casi in cui nè i disegni, nè le istruzioni, nè le descrizioni possono sostituirla.

Tierra y agua. ¿De qué tierra, de qué dureza, de qué color son las piedras del laberinto? ...E misuriamo la consistenza della terra con la fatica del nostro corpo. Y dirá, como los buscadores orientales de piedras: ...le tue cavità sono grotte, e dalle loro fenditure della roccia rosata scorre silente l´acqua... Ningún color, todos los colores y matices de las mismas rocas del lugar rayado, arañado, estriado. Estrías y canales para el agua. Preguntaré al oráculo el momento exacto de la lluvia cuando

las piedras devuelven la mínima luz con el máximo resplandor y observaré con cuidado los recorridos de las gotas de agua entre el alfa y el omega estropeadas de una lápida vuelta a utilizar. Reutilizar es la infinita piedad de los materiales eternos para con nosotros, pobres mortales afortunados, siempre empeñados en alguna suerte de inmortalidad. Quizá somos reusos de otros y seremos reusados por otros, en una continuidad de confines secretos y líneas sutiles. Recuerdos y sentimientos de sitios nunca visitados, a veces más fuertes y emocionantes que otros conocidos, porque son los que reclaman, de vez en cuando, que pertenecemos a una misma topografía sentimental. Tanto reconforta y alienta el sentimiento de esta lejana correspondencia de pronto casi familiar, casi consanguínea, que poco a poco comienza a iluminar algunos de los rincones íntimos más oscuros y solitarios de la geografía personal, alimentando de una savia desconocida los vasos que riegan el corazón, cuanto nos abandona exánimes tras las heridas de cada día. Una misteriosa filiación, a veces agazapada o precaria y otras evidente y dominante, fundada también sobre el juego de las elecciones personales, de catálogo patrimonial privado. No sé que hubiera ocurrido si alguna vez hubiese pisado esos suelos. Me asusta imaginarme turista preocupado solo por conducirse entre la multitud que penosamente sube a los Propíleos. O quizá sintiera, sin poderlo ver, algún síntoma o llamada desde las plantas de los pies. Tal vez hubiese sentido una emoción o tal vez se hubiera roto quizá la magia de los amores lejanos que fueron, pudieron o pudieran llegar a ser. Afortunadamente nunca fui. Y este sentimiento familiar no puede exorcizar otros igualmente verdaderos sentimientos de desconcierto, de inseguridad, de sentir la profundidad del mar que nos une y nos separa. No sabemos leer con certeza la hora metafísica que hoy muestran los relojes chiriquianos. Pikionis, en 1931, entre guerras, la leía sin dudas y con algo de un optimismo curioso desde una posición tan periférica a las vanguardias: Tutti i segnali ci indicano che la nostra epoca si trova, dal punto di vista delle arti plastiche, in un momento critico, a un punto di svolta di eccezionale importanza. Uno spirito architettonico nuovo –che peró non è altro che lo spirito arcaico- sta nacendo.

Mientras tanto, Pikionis nos invita a continuar un paseo sin fin. Mi chino e prendo una pietra. La carezzo con lo sguardo, la carezzo con la mano... Il fuoco ha foggiato la sua forma divina, l`acqua l`ha scolpito...Gioisco del fatto che in questa pietra si compiono le leggi universali che, come diceva Goethe, ci sarebbero rimaste ignote se el poeta o l`artista non ne avessero avuta rivelazione, grazie alla percezione della belleza.

2005  SIERRA DELGADO, José Ramón: “Ofrenda a Pikionis. Un vaso de agua de lluvia”.
En Otras vías. 1 Homenaje a Pikionis.
Colegio Oficial Arquitectos Castilla y León Este Demarcación de Ávila.