José Ramón Sierra

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Un invierno en Granada 2

La suciedad de los callejones, el hedor que se extiende por toda la ciudad desde los contenedores de basura abiertos, los infinitos socavones en calles y aceras, las subidas y bajadas, todo ese desorden, esa confusión y ese caos que convierten Estambul en ella misma, me provocan la impresión de que no es la ciudad la insuficiente, mala y deficiente, sino mi vida y mi alma. Es como si la ciudad fuera para mí un castigo merecido y yo algo que la contamina. Cuando una profunda tristeza y una intensa amargura se filtran de la ciudad a mí y de mí a la ciudad, noto que ya no me queda nada que hacer: yo, como la ciudad, soy un muerto viviente, un cadáver que respira, un miserable condenado a la derrota y a la suciedad, tal y como me hacen notar las calles y las aceras.
Orham Pamuk, “Estambul. Ciudad y recuerdos”.

Quizá no fue solo invierno. Comenzamos de manera algo precaria, con tiempo desfigurado, y los estigmas del invierno han ocupado casi por completo las huellas de mi memoria. Cuando llegué al Albaicín el primer día del curso, después de un penoso viaje en coche desde Sevilla, ya se había hecho el reparto de casas por grupo. Yo había anunciado que trabajaría sobre lo que nos tocara, sin preferencias. Pero las caras de mis alumnos eran poemas chinos. Manolo había elegido las más bonitas, las más parecidas a sobrios palacios castellanos, de patios columnados y adintelados; Jordi eligió las mayores y más despejadas, mientras Ramón había apalabrado complejos y misteriosos acuerdos económicos con los propietarios de las suyas, convencidos de las posibilidades mercantiles de la academia. Trataron de consolarme diciéndome que mis casas, por llamarlas algo educado, recordaban, en detalle, al mejor y más desconocido Jujol joven. Aún así, en vez de llegar a las manos, terminamos siendo solidarios expertos en la sutil cocina celíaca mudéjar nazarí y expertos colegas en los poderes del cointreau a la intemperie claustral de invierno. Un magma, dos magmas, amorfos de materias (no podíamos reconocer materiales), funciones (suponíamos que para algo servirían, sin identificar ninguna en concreto) y personas (de parentesco y afectos mutuos desconocidos) superpuestas, yuxtapuestas y amontonadas que presentaban ante nosotros la sólida apariencia de un trozo indefinido de pavo densamente trufado de sustancias diversas: por sitios, duro como una roca, por sitios, blando como pelotas de goma. Para mí, en realidad, casi nada nuevo, en relación a otros centros de parecidas historias. Nunca me sentí un extraño en esa Granada sucia, vieja, desfigurada, sin fuentes ni canalitos de agua, sin cipreses ni setos ni pájaros que cantaran. Lo que otras veces eran los residuos mudos de mil batallas, aquí eran caparazones secretos de seres todavía vivos.

Oscura vida de márgenes y peligros no salvados, de derrotas, de desechos, de sobrevivientes, de recién llegados, de peregrinos de paso a ninguna parte, de residuos de toda la vida. Más de la mitad del curso tuvimos que emplearla en tratar de conocer lo que ocurría en las recónditas entrañas de cada casa y finalmente tuvimos que renunciar a obtener cartografías que un arquitecto pudiese considerar fiables, animando, por el contrario, a los atribulados alumnos a usar la fantasía y la imaginación más rigurosas y científicas como instrumentos de conocimiento analítico. En una de las madrigueras, vieron salir un día gente desconocida de lo que ellos, guiándose por las siempre engañosas apariencias arquitectónicas, habían creído que era un ropero, al lado de lo que decían que era un hospital de retirada de enfermedades tribales, bajo un centro religioso de acogida (de religión desconocida). En la otra madriguera, casi toda su planta baja parecía albergar almacenes rebosantes de trastos viejos, quizá antigüedades o antiguos, acumulados hasta impedir abrir sus puertas de acceso. Algunas columnas de mármol se derramaban desde arriba, por lo que tal vez algún día fue un patio, en orden indescifrable para mentalidades educadas en las transmisiones verticales de las cargas gravitatorias y en la continuidad horizontal de los planos de usos. Aquí las plantas subían y bajaban entre rodajas de muros de infinitos espesores. Ni siquiera gente tan inteligente e informada como la de mi grupo, acostumbrada a pasear por las secciones libres, las superficies inexpresables y los comportamientos alternativos, parecía ser capaz de sacar provecho de tanta incertidumbre. Todo, por otra parte, parecía empujar a un suave pasotismo y cortés desconexión que salvara una aparente cobertura docente convencional en un curso, como este, que en vez de estar dirigido a arquitectos terminales, lo estaba a jóvenes promesas, todos ellos empeñados, como estaban, en primeros pasos de provecho más inmediato: unos en la Escuela, otros en el Ayuntamiento, otros en la Diputación, otros en el Colegio, otros, todavía más prácticos, en compañías aéreas muy restringidas, interesadas de continuo en la organización de viajes formativos. En los ratos libres, sin embargo, supieron encontrar, de manera inexplicable, algún propio y adecuado camino de perdición en la incierta y problemática aventura a la ellos se convocaron. Lo que otros grupos, en otras casas, resolvían, con eficacia, sólo barriendo, aquí se ensayaba manoseando perfiles con los ojos cerrados. En vez de superponer tranquilamente esquemas tipológicos domésticos sobre las casas barridas, aquí pasaban las semanas intentando oír los rumores de límites chirriando por la noche.En vez de aplicar módulos dimensionales modernos sobre las casas vacías, mis alumnos confiaban más en agujerear las entrañas del monstruo retorcido sobre sí mismo,

mientras dormía, y ver qué pasaba por la mañana. Las sesiones eran cortas e intensas, nadie hubiera podido aguantar más, y, por otra parte, casi nunca estábamos todos, siempre había alguien reunido. Y nos gustaba que, desde fuera, fuéramos vistos como el perfecto equipo raro e interesante, nosotros mismos metidos en camisas de once varas, perfectamente innecesarias pero aconsejables. Ricardo y David aguantaron el tipo y hacían como si apoyaran el surrealismo latente, devenible en bomba de relojería. Cuando Federico aparecía, poníamos caras de buenos y aplicados, incluso llegamos a discutir en público sobre el mejor mortero posible para los espacios del pollo frito al aroma de Fez. Fez fue también la tierra prometida, con la que nos tuvieron entretenidos y casi engañados, porque estábamos seguros que solo allí veríamos la luz blanca al final del túnel, que en realidad sería una dulce penumbra. Larache, el aeropuerto y las autopistas atlánticas se interpusieron en nuestro camino a las fuentes de la verdadera sabiduría, a las raíces de la arquitectura.

Imagen de Un invierno en Granada

2007  SIERRA DELGADO, José Ramón: “Un invierno en Granada”.
Talleres de intervención en Centros Históricos Europeos.
Colegio Oficial de Arquitectos de Granada. Consegería de Obras Públicas y Transporte. pp. 40-43