José Ramón Sierra

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Yo soy la luz 2

1. Ya se dice del padre que, en un día de los de sus trabajos fundamentales, había separado la luz de las tinieblas, dividiendo así el mundo en dos mitades irreconciliables. “Yo soy la luz” (Juan, 8, 12) se dice que dijo el profeta, que no era, como cabría esperarse, noruego, ni escocés, ni siquiera de Bilbao. No conozco las razones por las que un palestino no eligió la sombra o la penumbra, como matizada tiniebla, para definir el modo de su propia esencia. Ni siquiera dijo “hoy me siento brillante” o “estoy luminoso o radiante”. Dijo “soy”, utilizando con desparpajo el legendario “Yo soy”, que no era una oración sino el nombre con el que el propio Dios se nombró a sí mismo en la revelación a Moisés, según el Éxodo 3,14. Su madre había elegido una gruta para dar a luz en la oscuridad de la noche, y se cuenta que en otra cueva, francesa, se hizo visible a los pastorcillos que en ella se refugiaban de los peligros del mundo: la luz que ciega y quema y confunde las cabezas. Otra poética (ornitológica) figura cercana se configura a veces como llama que alumbra la tiniebla de Pentecostés. Yo soy la luz, dentro de la tradición judaica de conocimiento antinómico, parece anunciar la toma de partido por una de las dos partes del mundo, abandonando la otra, a la que nosotros pertenecemos de lleno, a una suerte errática ante un destino inescrutable. Estamos hechos de permanente y dificultosa duda, de insondable misterio, de oscuros presentimientos. Nuestra vida no es ninguna luminosa verdad, sino que cada día intentamos inventamos una verdad provisional, problemática y precaria, para ir tirando. Y para inventarla inventamos la filosofía y la ciencia, y, sobre todas ellas, el arte. Quizá yo soy la luz forma parte del arte poético de ese tirar cotidiano, como expresión creativa del mundo contrario, como liebre mecánica. Como inocente expresión de dos mundos que aparecen opuestos: el cielo y la tierra. La luz será celeste y la tierra negra. El hombre nace de la tierra y a la tierra vuelve. Nacemos dándonos a la luz y los que han llegado al filo de la muerte y han vuelto dicen haber visto una luz al final de un túnel (tubería) negro. Pero vivimos, refugiados, en las tinieblas a las que pertenecemos, a las que tienden nuestras querencias. En las sombras naturales. Y cuando la naturaleza no basta, la corregimos con arquitectura, que es el arte y la técnica de las sombras arrojadas. Es el Movimiento Moderno el que, desde el interior de la cultura judeo-cristiana, asumió, como postulado, la fuerte segregación y jerarquización de los componentes de la arquitectura, según servicios y visibilidades. Si el poema hubiera dicho Yo soy la sombra, todo lo malo y lo invisible que somos (incapacidad, insuficiencia, injusticia, cansancio, torpeza) sería la luz, mientras todo lo demás, que no somos, sería la oscuridad. Pero parece que no lo dijo.

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2. Durante muchos años he tenido alquilada, como estudio para pintar, la antigua casita del capellán del convento de Sta Clara, en el mismo compás del convento sevillano, entre naranjos y una fuente de mármol. A la vuelta de un viaje, encontré el plato de la ducha repleto de unas minúsculas escamas blanquecinas con un punto oscuro, que nunca había visto antes. Descubrí que eran miles, quizá un millón, de alas de termitas que habían elegido mi baño como (des) vestidor en su vital metamorfosis. Después continué percibiendo otras igualmente inquietantes muestras de su presencia como evidencia de un más allá de las paredes conventuales de mi mundo cotidiano. La abadesa me había regalado una alfombra vieja, sin mérito, que yo coloqué debajo de la mesa donde dibujaba, sobre el suelo de hermosos ladrillos antiguos a la palma. Un día estaba allí escribiendo y tenía al lado, sobre la alfombra, mi máquina de escribir Olivetti, en su caja de finos paneles de madera recubiertos de papel rojo; cuando la levanté por el asa de su cara superior, alcé la funda sola, quedando la máquina y el panel inferior en el suelo, como en un juego de magia. Miré debajo de la alfombra y descubrí, asombrado, que la cara superior de los ladrillos estaba ahora cuajada de una red de canalillos tallados en el barro. Protegidas por la alfombra, las laboriosas termitas ni siquiera habían necesitado excavar túneles subterráneos. Acusé a la abadesa de haberme regalado una alfombra infectada de animalitos casi invisibles entre los arabescos de su dibujo. Después, si clavaba una alcayata en la pared para colgar un cuadro, aparecían por el agujero, para desaparecer después a sus aposentos. Dependiendo del tiempo que tardaban en aparecer, podían calcularse las distancias de la red interior de conductos de tráfico y otras (infra) estructuras zoológicas. Poco a poco comenzaron a aparecer colgantes terrosos del techo raso, envolventes con los que se protegían de la luz (y de mí?). Yo iba trasladando la mesa de dibujo de sitio, evitando permanecer debajo de tales estalactitas y dibujando así en la planta del estudio una red paralela de sitios según las instrucciones recibidas de mis (infra) vecinas. ¿Eran invasoras o era yo el invasor de su (medio) ambiente? Yo solía trabajar con la radio encendida y quizá esa contaminación acústica también invadía sus vidas, alterando sus nervios. Nunca supe que pasó con los últimos capellanes residentes, si murieron allí o tuvieron antes que abandonar el cargo y la residencia. Llegó un momento en que yo, que no llegué a ser capellán, tuve que abandonar la casa, entregándola al pleno dominio de los seres de las tinieblas, que son blanquecinos, casi transparentes, sin rastro de la capa negra draculiana. Un día regresé a culminar la huida. Con la ventana cerrada, en la oscuridad, las termitas ya campaban libremente por toda la habitación, sin necesidad

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de protección solar alguna. En la iglesia, si apretabas un dedo en el pan de oro de la mesa de un retablo, se hundía. El oro era lo único que las termitas habían dejado del retablo, tras comerse toda la (infra) madera. No les gustan los metales nobles y viven en el (infra) o (sub) suelo, siendo el de Sevilla su paraíso, rico en restos de árboles cortados, de las antiguas huertas (intra) muros, y en humedad procedente de las anuales inundaciones del río. Cuando se termina la madera del suelo, suben por túneles verticales, horadados o construidos, dentro o fuera de las paredes, para alcanzar los forjados de madera de los pisos, húmedos en sus extremos empotrados. En el desierto de California se han estudiado sus desplazamientos (sub) terráneos disponiendo una red de cilindros de plástico rellenos de cartón de canutillo, captadores de humedad, y marcando con colores diversos los individuos captados en cada vértice. Los canales playeros de Sta. Mónica están conectados con los conventuales de Sta. Clara. No se sabe si son de ida y vuelta, como los cantes de Cádiz y la Habana. De manera que todos somos igual de tenebrosos. Los humanos y las termitas peleamos por los mismos (infra) lugares de supervivencia. Unos con más superestructuras ideológicas, científico-religiosas, y los otros con más atención a las lógicas constructivas y estructurales. Caminos, canales y puertos.

Las monjas del convento no eran enterradas. La cama donde dormían estaba compuesta de tres tablas longitudinales. Cuando morían, las dos laterales se giraban en vertical y en esta parihuela eran depositadas en un banco de fábrica, corrido a lo largo de las paredes del pudridero, una habitación que se sella después de cada entierro. Cuando muere la siguiente monja, se abre el cuarto y se inspeccionan los restos de la anterior y si su cuerpo ya ha sido devorado por las hermanas termitas, cucarachas y gusanos que conviven en la sala oscura, sus despojos son retirados al osario común, a disposición de otros especialistas de segunda mano. Yo sentía mi estudio parte de ese mismo complejo de salas, galerías, túneles, terrazas y servicios, incluida mi ducha. Algunos días me parecía oír un murmullo de pisadas enterradas y me quedaba paralizado tratando de descubrir su procedencia: qué pared, qué suelo, qué techo, qué tubería, qué autopista. Quizá de dentro de mí mismo, donde pudieran haber llegado mientras dormía. La madre abadesa me espiaba y protestaba si me veía metiendo un nuevo colchón, que yo le decía que era solo un sofá. Algunos amigos durmieron en la habitación de arriba, con los balcones dando al compás, a donde también se asomaban los animalitos, bajo las hojas de la carpintería que menos se

abría. Poco a poco acepté que el más allá era en realidad mi misma casa, al otro lado de las blancas paredes y techos, de los suelos de barro antiguo. El oro de las mitras y las coronas será el único residuo que quedará de los sepulcros, cerrados y blanqueados para arriba, y abiertos y comunicados al mundo (sub) terráneo de nuestras imprescindibles (infra) estructuras: comedores, comederos y bebederos de multitud de hermanos insectos que completarán nuestro paso por el mundo in ictu oculi. Más caro es el fuego. Como siempre, todo es escala e intención. A cierta distancia, todos somos insectos, vivimos en inframundos de agujeros y rendijas y nos alimentamos de (infra) pasiones sobrevaloradas. Incluso la inteligencia, la imaginación y el pensamiento, inventores de los usos y abusos arquitectónicos e ingenieriles de los recursos naturales y los nombres extravagantes que les ponemos. Y el sufrimiento.

3. Dos creadores esenciales, tan distintos y algo distantes en el tiempo, han cimentado gran parte de su trabajo en la indagación sobre la naturaleza de los límites y fronteras entre luces y tinieblas. Para Caravaggio, desde una posición ontológica vitalista, la sombra es la sustancia original de la que todo está hecho, incluso el resplandor y el destello. Las luces son casi accidentes de la sombra o, más exactamente, casos particulares de ella. Y tales destellos suministran todas las estructuras e infraestructuras figurativas de su universo pictórico, como tal vez sea la visión terminal de un ciego (Borges) a punto de completar su ceguera. Un pómulo iluminado puede ser el brillo de una espada o el reflejo de un escudo de metal. Solo su pertenencia a una red de episodios similares nos permite una lectura aproximada, quizá solo una sugerencia, un aviso, de su intención figurativa. Y es en los tres grandes últimos cuadros sicilianos, que los terremotos y los restauradores tanto han maltratado, en los que más dramáticamente se percibe la expresión caravaggesca de un mundo hecho solo de amalgamas sombrías y perfiles oscuros que reclaman ser tocados con las manos. Velázquez, por el contrario, desde un universo de experimentación perceptiva inauguradora de la pintura moderna, indaga sobre los átomos de luz que toda sombra encierra. Los volúmenes y los espacios recuperan un mismo discurso sin fisuras, donde llenos y vacíos se suceden en la misma naturaleza del artificio. En ambos casos se cuestiona la separación creadora del día y de la noche y se ofrecen visiones de radical continuidad espacial y funcional, en una experimentación en la que se enriquecerá la huella tardía de la modernidad, alimentada y crecida en la tradición de separación de los mundos y en la que nacieron las más genuinas y variadas tuberías, inexistentes en las pirámides. De modo

que quedaran rotas las fronteras entre lo que se ve y lo que no se ve. La piel y la boca, los ojos que tanto nos asustan como foco por el que asoma la persona oculta y pozo donde asomarnos en el vértigo amoroso; los sumideros, las paredes, las dulces praderas del campo que ocultan volcanes latentes y océanos subterráneos; los intestinos, los conductos de la sangre. La penumbra lo envuelve todo. Los virus y las bacterias que nos alimentan y nos matan nacen y crecen en entornos tranquilos y confortables. La madre dio a luz a La Luz no en la luz, sino en la sombra de una cueva abandonada. El nacimiento es un tránsito entre dos penumbras y quizá la muerte también lo sea. Quizá sea la verde claridad entresentida de las hojas de jaramagos y lechugas que seremos a través de los intestinos de nuestros escarabajos y gusanos preferidos.

2011  SIERRA DELGADO, José Ramón: "Yo soy la luz".
En AA.VV.: Arquitectura e Infraestructura.
Fundación Esteyco.